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ARREPENTIMIENTO
El primer llamado del evangelio es al arrepentimiento; sin arrepentimiento no hay evangelio. El llamado a la fe incluye el arrepentimiento. La palabra griega traducida arrepentimiento es "metanoia" [μετάνοια], de "meta", cambio, y "nous", mente; tiene que ver, pues, con un cambio de mente, pues, como dice Proverbios:
"Cual es su pensamiento en su corazón, tal es él" (23:7). La persona se comporta según el ánimo con que enfrenta a la vida, y tal ánimo es según el pensamiento que abriga de ella. No puede, pues, cambiarse la conducta mientras se tenga en el corazón una actitud negativa y de enemistad contra Dios. El propósito del evangelio es la reconciliación del hombre con Dios, con los demás hombres y con el resto de la creación. De allí la urgente necesidad de una "metanoia", es decir, de un verdadero arrepentimiento o cambio de actitud ante Dios, los hombres y la naturaleza.
Dios, en este tiempo, manda a todos los hombres, en todo lugar, que se arrepientan, pues ha establecido un día de juicio (Hch. 17:30.31).
La introducción del evangelio es, pues, esta: “Arrepentíos porque el reino de los cielos se ha acercado (a vosotros)" (Mt. 4:17); esto es lo que comenzó a predicar Jesús, y lo que mandó a sus apóstoles a predicar. "46Fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; 47y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén" (Lc. 24:46,47). Jesús declaró pues: "Si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente" (Lc. 13:5); y el apóstol Pedro, con las llaves del Reino, cuando fue preguntado por lo que había de hacerse, abrió las puertas con la inamovible declaración:
"Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch. 2:38); y en la puerta llamada la Hermosa, declaraba:
“Arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados; para que vengan de la presencia del Señor tiempos de refrigerio" (Hch. 3:19).
No puede, pues, comenzarse a edificar el Reino de Dios sin arrepentimiento. Tan sólo personas arrepentidas entran al Reino; no puede tener entrada quien permanezca duro en su corazón contra Dios y los hombres, destruyendo la tierra, sin reconocer sus pecados y encaprichándose soberbiamente en sus ofensas al Creador y sus criaturas.
Arrepentimiento significa, pues, reconocimiento de nuestra culpabilidad, unido a una confesión de ésta, pidiendo perdón donde corresponda, si sólo a Dios, o también a los hombres en caso de haberlos ofendido; entonces, con sinceridad y honestidad, decidir aborrecer de allí en adelante ese pecado, y proponerse, esperando y contando con la ayuda de Dios, a no practicarlo más, procurando en lo posible restituir el daño, haya sido éste contra la confianza, la honra, los bienes, o cualquier otra cosa. A todo pecado, injusticia o transgresión debe abarcar nuestro arrepentimiento, pues necio sería reservarnos el lujo de acariciar aun ciertos pecados favoritos desechando apenas aquellos que nos esclavizan menos. Debemos ser drásticos y honestos con nosotros mismos, acatando en la confianza y esperanza de Su gracia, la demanda divina. El arrepentimiento es, pues, una íntegra actitud de corazón que se vuelca hacia la búsqueda de la perfecta voluntad de Dios, a pesar de nuestra debilidad.
Es la gracia de Dios la que hace que el Espíritu Santo nos convenza de pecado, justicia y juicio; sí, es Dios quien nos concede el arrepentimiento (2 Ti. 2:25). Por ello, ante nuestra vileza y dureza, debemos levantar los ojos a Dios pidiendo Su gracia que nos convierta (Jer. 31:18). Mientras tengamos conciencia de responsabilidad, elevemos a Dios la súplica para que no nos abandone en nuestros pecados, sino que nos fortalezca para el arrepentimiento. Su gracia, que no ha quitado nuestra responsabilidad, posibilitará nuestra sincera conversión.
El arrepentimiento no es además una experiencia de una sola vez, sino que debe ser la experiencia inmediata ante cualquier caída; también a la iglesia se le llama al arrepentimiento (Ap. 2:5,16,22; 3:3,19), y mucho más cuando sabemos que no sólo hay pecados de acción, sino también de omisión, es decir, cuando sabiendo hacer el bien, no lo hacemos (Stg. 4:17).
La apostasía voluntaria que reniega de Cristo exponiéndole a vituperio, aleja la posibilidad de un futuro arrepentimiento (He. 6:4-8; 10:26-31); por lo cual, la Iglesia, es decir, cada cristiano, no debe dejar deslizarse su corazón en el endurecimiento del pecado (He. 3:12,13). La morada de Dios es un espíritu contrito y humillado, el cual así, no será de Él despreciado (Salmos 34:18; 51:17; Prov. 16:19; 29:23; Ecls. 7:8b; Miq. 6:8).
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