LA DOCTRINA DE LOS APÓSTOLES

   
 


 

 

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LA DOCTRINA DE LOS APÓSTOLES


Las iglesias locales, al igual que la iglesia en Jerusalén en los inicios del cristianismo, debemos perseverar juntos y unánimes en la doctrina de los apóstoles. Y ¿cuál es la doctrina de los apóstoles? ¿dónde encontrarla con seguridad? Inicialmente ellos hablaron de viva voz y a personas en Jerusalén que conocían de primera mano los hechos de la vida pública de Jesús de Nazaret; se reunían por las casas y escuchaban el testimonio de la resurrección de Cristo de parte de los testigos presenciales que comieron y bebieron con Él después que resucitó de los muertos. Además, los apóstoles no podían dejar de decir todo lo que habían visto y oído. Con tales testimonios de los testigos autorizados, corroborados por el asentimiento de todos los demás que de una manera u otra tuvieron relación con la vida pública del Señor Jesús, se fue formando el contenido de la tradición, en los primeros años antes de escribirse el Nuevo Testamento.

Lucas (1:1-4) nos dice que ya en su época muchos habían tratado de poner por escrito la historia de las cosas ciertísimas ocurridas entre ellos. No obstante, de aquella masa de escritos y otros posteriores, no todos resultaron fieles, pues algunos añadían leyendas inseguras, otros modificaban el sentido de las palabras, algunos añadían lo afín a su tendencia, etc. Por todo lo cual, tales escritos comenzaron a usarse con cierta reserva, lo cual se significa con el término de "apócrifos", y fueron quedando en pie solamente los libros que recogían la tradición más segura, corroborada por la autoridad de testigos autorizados tales como los apóstoles mismos, u hombres muy cercanos a ellos como Marcos y Lucas. Al coleccionarse los escritos autorizados se formó el canon del Nuevo Testamento. Del círculo más íntimo de Jesús en Su vida pública nos quedaron escritos de Pedro, de Santiago, de Juan, de Mateo, de Judas Tadeo; lo que Pedro enseñaba a los gentiles en Roma lo recogió Marcos en su evangelio, de lo cual existe seguridad, pues Marcos fue el intérprete de Pedro, y además compañero de Pablo y Bernabé. Papías, discípulo del apóstol Juan y conocedor de los apóstoles, escribía que de Juan mismo supo que lo registrado por Marcos era correcto. Conociendo Juan los tres evangelios sinópticos y aprobándolos, añadió entonces el suyo, el cuarto evangelio, para completar el cuadro en lo más importante.

Pedro mismo había escrito que él procuraría con diligencia el que sus oyentes tuvieran siempre memoria de aquellas cosas (2 Pe. 1:14-15); de él nos conserva el Nuevo Testamento dos cartas y el registro de Marcos. Mateo, del círculo apostólico, nos recogió en su libro lo esencial de la vida y enseñanza públicas de Jesús en el aspecto hebraico. De Santiago y de Judas, ambos hermanos de Jesús, nos quedó una carta de cada uno. De Juan nos quedó el Apocalipsis, el Evangelio y tres cartas. Del apóstol Pablo, maestro por excelencia de los gentiles, apartado por el Señor para ese preciso propósito, y cuyo apostolado y enseñanza fue además reconocida por Jacobo, Cefas y Juan, nos quedó una colección paulina de cartas reconocidas por Pedro (2 Pe. 3:15,16). De Lucas, compañero de Pablo, médico e investigador concienzudo que indagó personalmente acerca de las cosas hasta su origen, pudiendo hacerlo en averiguaciones con los mismos apóstoles, los pariente del Señor y María, de este Lucas nos quedó una historia en dos tratados dedicados a Teófilo: su evangelio y el libro de los Hechos de los Apóstoles, y posiblemente también la epístola a los Hebreos.

De entre toda la masa de escritos, tan sólo éstos citados fueron evidenciados por el Espíritu Santo y los testigos primitivos como dignísimos de completo crédito; los demás quedaron relegados a la categoría de reservados, no pudiéndose de ellos extraer suficiente autoridad. Lo recogido, pues, en el Nuevo Testamento es la tradición más segura y autoritativa, y es por lo tanto la norma establecida con la cual juzgar toda la tradición cristiana. El Nuevo Testamento establece, pues, la tradición inspirada y juzga toda otra pretendida tradición que no le sea perfectamente afín. De manera que la doctrina de los apóstoles la tenemos de su misma boca y de su propia mano en el Nuevo Testamento dirigido por ellos a cristianos normales. San Pablo decía: "Porque no os escribimos otras cosas de las que leéis; o también entendéis; y espero que hasta el fin las entenderéis" (2 Co. 1:13). Y a los efesios escribía: "3Por revelación me fue declarado el misterio, como antes lo he escrito brevemente, 4leyendo lo cual podéis entender cuál sea mi conocimiento en el misterio de Cristo'' (Ef. 3:3,4 ).

De manera que las cartas apostólicas iban dirigidas a iglesias locales y a creyentes simples que podrían entender, pues no escribían otra cosa que lo que podía leerse. Así que es necesario atenerse con tenacidad a la doctrina establecida en las cartas, pues el mismo apóstol escribe: "Así que, hermanos, estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra" (2 Tes. 2:15). Y más adelante advertía a la iglesia local: "14Si alguno no obedece a lo que decimos por medio de esta carta, a ése señaladlo, y no os juntéis con él, para que se avergüence. 15Mas no lo tengáis por enemigo sino amonestadle como a hermano" (2 Tes. 3:14,15).

De manera, pues, que no importa cuán grande o espiritual aparente ser cualquier persona, de todas maneras debe reconocer lo que está escrito, sin derecho a modificarlo, pues: "si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor" (1 Co. 14:37).

Los escritos apostólicos deben, pues, leerse en la iglesia con solicitud y acatamiento a su autoridad: "Os conjuro por el Señor, que esta carta se lea a todos los santos hermanos" (1 Tes. 5:27). No debe entenderse que la verdad dirigida a una iglesia local no era útil a otra; por el contrario, lo escrito a una iglesia local debía también leerse en otras iglesias locales. La carta a los gálatas iba dirigida a varias iglesias locales; igualmente las cartas de Pedro, Santiago, Judas, la primera de Juan y la dirigida a los hebreos; a los colosenses escribe Pablo: "Cuando esta carta haya sido leída entre vosotros, haced que también se lea en la iglesia de los laodicenses, y que la de Laodicea la leáis también vosotros" (Col. 4:16). Las cartas apocalípticas enviadas por el Señor mediante el apóstol Juan a las siete iglesias del Asia, aunque iban dirigidas cada una a una iglesia local, sin embargo eran válidas y además proféticas, para tenerse en cuenta en otras iglesias y épocas, pues: "el que tiene oído oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias" (plural) (Ap. 2:7,11, 17,23,29; 3:6,13,22). Bienaventurados los que leen, oyen y guardan las cosas escritas en la Revelación de Jesucristo (Ap.1:3).

Desde el principio, pues, era normal en las iglesias de los santos, leer los escritos apostólicos, pues suplían su ausencia y establecían la verdad; v. y gr.: "30Así, pues, los que fueron enviados descendieron a Antioquía, y reuniendo a la congregación, entregaron la carta; 31habiendo leído la cual, se regocijaron por la consolación" (Hch. 15:30,31). Justino Mártir también nos informa de aquella práctica primitiva.

Todo lo realmente necesario, prioritario, urgente y esencial para la salvación de las almas y la edificación de las iglesias, se halla en la Sagradas Escrituras, y su autoridad es inapelable. "Estas cosas os escribimos para que vuestro gozo sea cumplido" (Jn. 1:4). "30Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. 31Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre" (Jn. 20:30,31). Para lo autoritativo y suficiente de las Escrituras revísense atentamente las siguientes citas de las Escrituras mismas: Ro. 15:15,16; 1 Co. 15:1-8; Gá. 6:16; Fil. 3:15-17; 1 Ti. 1:15; 2 Ti. 3:15.17; Tito 3:4-8; 1 Pe. 5:12; 2 Pe. 3:1,2; 1 Jn. 1:4-10; 2:1-7; 3:11,23; 5:10-13; Jd. 1:3; Ap. 22:6-10. Cualquier lector atento de estas citas hallará que ellas por sí mismas establecen con autoridad apostólica la suficiencia de lo contenido en las Escrituras para conocer claramente y establecidamente lo que es el evangelio de salvación.

De manera que no podemos menos que aferrarnos a ellas como a autoridad establecida divinamente e insustituiblemente. Otra cosa que difiera de ellas será para nosotros anatema.

Ahora bien, una vez puestas las Sagradas Escrituras en primer plano como de autoritativa procedencia divina, podemos recibir también ayuda del magisterio carismático que en el mismo Espíritu de las Sagradas Escrituras y en perfecta consonancia con todo su mensaje en su total contexto, nos brinde una exposición clara y legítima del Evangelio cual contenido en ellas. Es ese el lugar establecido por el Señor para el ministerio de los apóstoles, profetas, evangelistas, pastores, didáscalos, sabios y escribas. El Espíritu Santo, cuya enseñanza y ejemplo ha establecido ya con las Sagradas Escrituras, se mueve también consonantemente a través del ministerio del Cuerpo, trayendo a vida la verdad que es Cristo, de manera que Éste se reproduzca en la práctica, dentro de las iglesias de los santos, para testimonio al mundo. He allí la doctrina de los apóstoles en la que nos conviene perseverar.

¿Por qué no podemos poner en el mismo plano a las Sagradas Escrituras y al magisterio actual? Primero, porque las Sagradas Escrituras por sí mismas siguen siendo el magisterio autorizado de los testigos oculares o de primera instancia, cuya autoridad no admite cambio ni paralelo; segundo, porque es fácilmente demostrable en la historia que el magisterio posterior en varias ocasiones se apartó del Espíritu y de la letra autoritativos y originales. No siempre los que sucedieron en el desempeño de la cátedra fueron fieles; y aun varones insignes, ordenados legalmente, se deslizaron a herejías. La infalibilidad radica en el Espíritu Santo que ya habló por las Escrituras apostólicas y sigue diciendo por ellas hoy lo mismo que ayer. Cuando Él nos ilumina y nos revela al Hijo, entonces deja establecido con ello a las Escrituras como testigos de la verdad. Ellas son la Voz del magisterio del Espíritu y del magisterio apostólico fundamental.

Ningún cristiano es infalible cuando no oye la Voz del Espíritu que habla con las Escrituras. Todo hombre, por más fiel que sea, puede deslizarse en cualquier momento hacia la desobediencia del Espíritu Santo infalible. Igualmente puede acontecer en cualquier asamblea que por diversos motivos o intereses deje de someterse al Espíritu Santo, y se someta a otra influencia. Es una promesa la asistencia del Espíritu Santo a todo creyente, pero NO es una promesa la obediencia permanente de todo creyente al Espíritu. Repetimos aquí que NO es la voz de la mayoría carnal la que establece la autoridad, sino tan sólo la voz única e infalible del Espíritu Santo que habla siempre en perfecta concordancia con el Evangelio de las Escrituras y rodeado de legítima santidad. Tan sólo así queda a salvo la posición de la Cabeza, Cristo Jesús. El Espíritu Santo, las Sagradas Escrituras y el Cuerpo de Cristo sujeto a la Cabeza (y subrayo la última frase), tienen una sola y la misma Voz. La vida y voz son inseparables. Que no se pretenda reducir al Espíritu Santo a meras definiciones ¡NO! Él nos trae la completa realidad de la verdad que es Cristo mismo, Vida y Voz. "Por sus frutos los conoceréis".


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