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UNA FE
La fe de los cristianos es, pues, la fe del Hijo de Dios; una fe que es don de gracia, nacida del Espíritu cual iluminación de la revelación. Es la fe apostólica, básica y fundamental, es decir, la fe esencial para salvación. No hablamos aquí de pormenores en la interpretación de doctrinas menores que apenas afectarían el galardón y no la salvación, pero hablamos, sí, de la fe, la única fe, la imprescindible para la salvación; aquella establecida bajo Cristo, apostólicamente: "8Esta es la palabra de fe que predicamos: 9que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo" (Ro. 10:8,9). Esta es, pues, la fe apostólica: Jesucristo, el Hijo del Dios viviente, es el Señor, quien habiendo muerto por nuestros pecados ha resucitado corporalmente en incorrupción, y está vivo cual soberano Altísimo y cual Rey supremo a quien podemos invocar para salvación.
Por eso Pablo, antes de anunciar aquello a los corintios en su primera carta, antes de establecer lo que constituía primeramente el evangelio de salvación, fe única, se expresa escribiéndoles: "1Os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; 2por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano" (1 Co. 15:1,2). Y entonces establece la persona, la muerte y la resurrección de Cristo por nosotros como núcleo del evangelio de salvación, la fe esencial. Sí, era una declaración apostólica y salvífica de descomunal importancia; la fe apostólica, la fe recibida de los cristianos primitivos en los albores del cristianismo. Esta debe ser, pues, la fe mínima que se debe imprescindiblemente exigir a un hombre para reconocerlo cristiano; no podemos rebajar esta mínima exigencia. Está sobre el terreno básico de la comunión cristiana solamente quien de todo corazón crea y confiese a Jesús como el Cristo, como el Hijo del Dios viviente, como el Señor, muerto por nuestros pecados y resucitado. Sin esta fe y confesión se está fuera del círculo de la unidad del Espíritu, con lo cual se demuestra no tener el Espíritu de Cristo, que a Él glorifica; y por lo tanto, la tal persona no es aún de Cristo. No basta reconocerle como mero profeta, un luminar más de entre otros en la humanidad. Es preciso poseer la fe, una fe, la única. De allí brota y se establece el canon, la regla (ver apartado XXII).
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