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Siendo pues nada menos que ésta la Persona, el Verbo de Dios encarnado, entendemos que viniendo desde la eternidad y según un plan y propósito eternos, Su obra comenzó con la Encarnación; es decir, haciéndose Hombre, para lo cual tuvo que despojarse a Sí mismo, anonadarse. Su despojamiento consistió, pues, en no aferrarse a la exclusividad de Sus condiciones y prerrogativas divinas, sino que se sometió a condiciones de inferioridad. De ser igual a Dios en cuanto Verbo, llegó a ser menor que el Padre en cuanto hombre; e incluso, antes de glorificar Su humanidad, fue hecho inferior a los ángeles (He. 2:9), aunque luego, como hombre, heredó más excelente Nombre que ellos (He. 1:3-4). Con tal despojamiento (Fil. 2:5-8; Jn. 14:28) que manifestó la naturaleza de Su amor al Padre y a los hombres, contrarrestó totalmente la rebelión satánica, que consistió en todo lo contrario a un despojamiento; porque la rebelión satánica consistió en una usurpación, en una pretensión, en una autoexaltación. Con Su despojamiento, el Hijo enfrentó, contrastó y juzgó la rebelión angélica y humana. Con Su encarnación se sometió a las pruebas humanas, pero fue obediente al Padre hasta la muerte, con lo cual venció en humanidad y para la humanidad que le asimile, al pecado en la carne. Con Su Muerte expiatoria y sacrificial asimiló nuestro castigo, despojando así a los principados demoníacos del derecho de acusación que poseían en el acta de decretos contra nosotros por nuestros pecados y por nuestra naturaleza vendida al pecado (Col. 2:14,15).

He aquí, pues, la obra de la cruz: por Su parte, el Padre no escatima al Hijo, sino que lo entrega por todos nosotros (Ro. 8:32); el Hijo se ofrece mediante el Espíritu eterno (He. 9:14) y sin usurpar el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, se humilla haciéndose semejante a los hombres, el Verbo hecho carne (Fil. 2:5-8; Jn. 1:14); nace, pues, de la virgen María y toma forma de siervo, menor que el Padre, y aprende la obediencia (He. 5:8); es tentado en todo, mas no peca; entonces, cual Hijo del Hombre sufre la muerte expiatoria cual postrer Adam, hecho pecado por todos nosotros (2 Co. 5:21; 1 Co. 15:45), y con su muerte destruye a la muerte (Is. 25:8; Os. 13:14; 1 Co. 15:55,56) y al que tenía el imperio de la muerte, es decir, al diablo (He. 2:14); crucifica también al viejo hombre (Ro. 6:6), a la carne con sus pasiones y deseos (Gá. 5:24), al mundo y sus rudimentos (Gá. 6:14; Col. 2:20), al acta de decretos que nos era contraria (Col. 2:14); en Su cruz llega a abolir las enemistades de la carne y la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, haciendo así la paz y reconciliándonos entre nosotros y con Dios (Ef. 2:13-16); crucificó también la maldición de la ley, la incircuncisión y las cosas viejas (Gá. 3:13; Col. 2:11-13; 2 Co. 5:17); juzga al príncipe de este mundo, exibe y despoja a los principados y potestades (Col. 2:16; Jn. 16.:11).

Por Su resurrección corporal en humanidad (Jn. 2:19-22; Lc. 24:36-46) dio comienzo cual segundo Hombre (1 Co.15:47) a una nueva creación (2 Co. 5:17), siendo así la Cabeza federal de una nueva raza, la de los hijos de Dios (Jn. 1:12), regenerados en su identificación con el Cristo muerto y resucitado, que perdona y libra, y además restaura, regenera y santifica; imputa la justicia, pero además la produce, por gracia, recibiéndola nosotros de Él y a Su Espíritu, por la fe; y manifiesta esta fe y justificación gratuita, en buenas obras preparadas de antemano por Dios, y hechas en Él como señal fructífera de salvación (Ef. 2:8,10; Tito 2:14).

Nunca olvidemos, pues, que la obra del Señor Jesucristo ha consistido después de Su encarnación virginal, y su vida sin pecado revelándonos al Padre, en Su muerte por nosotros debido a nuestros pecados; y después de sepultado, resucitar corporalmente en incorrupción, y ascender de nuevo a Su gloria, para glorificar en Él a la humanidad, haciéndola nueva y heredera del Reino; para comunicar lo cual envió Su Espíritu Santo para convencer al mundo de pecado, justicia y juicio, de modo que le reciban los llamados a salir del mundo, los que le aman. El Espíritu Santo nos participa lo del Padre y Cristo, de modo que lo podamos asimilar y llenarnos y revestirnos de Él en identificación completa, con miras a la redención total que será manifestada al fin de los tiempos.

Hecha, pues, esta obra para Dios y los hombres en Jesucristo, Dios y Hombre, entonces se anuncia el Evangelio, se proclama y se enseña como ministerio espiritual. Es así que la doctrina se asienta en la obra de la Persona Teo-antrópica de Jesucristo.

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