LA UNIDAD DEL ESPÍRITU

   
 


 

 

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LA UNIDAD DEL ESPÍRITU


"Solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz" (Ef. 4:3). "Porque por un sólo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu" (1 Co. 12:13; comparar con Gálatas 3:28; Col. 3:10,11). A todos, pues, los que hemos recibido a Cristo se nos suministra del mismo Espíritu Santo, con lo cual se establece la base de la comunión. Se nos exhorta entonces a guardar la unidad del Espíritu. Dice "guardar" puesto que la unidad del Espíritu es ya un hecho dado. Todos los que personalmente, por la fe en Cristo, bebemos del Espíritu dado, somos introducidos mediante Él en una comunión espiritual que se constituye en el terreno de una única casa espiritual de Dios, que es la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Es el Espíritu el que nos introduce en el Cuerpo; por lo tanto, sin ese Espíritu se está fuera del Cuerpo; mas al beber del Espíritu, Éste nos comunica en Sí con el resto de todos los suyos.

El terreno básico del compañerismo cristiano es esta comunión del Espíritu que se efectúa en siete aspectos complementarios: Un Espíritu, un Cuerpo, una misma esperanza, un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre (Cfr. Ef. 4:4-6). Quien no tiene el Espíritu de Cristo no es de Él (Ro. 8:9), pero quien ha recibido a Cristo, tiene Su Espíritu morando dentro, y por lo tanto participa del mismo Padre, sumergido en la misma identificación con Cristo, por la misma fe básica y fundamental con la que se somete al mismo Señor, teniendo la misma vocación o llamamiento, dentro del mismo Cuerpo. Por lo tanto, a todos los que estamos sobre esta misma base se nos exhorta a "guardar" el hecho divino de la unidad del Espíritu. Es una comunión espiritual que nosotros mismos no fabricamos, sino que de hecho existe, pero que si no guardamos con solicitud, entonces perdemos parte de sus beneficios y colocamos estorbos al plan divino.

Dios se ha propuesto reconciliar todas las cosas en Cristo (Ef. 1:10), por lo cual ha crucificado en Su cruz todo lo perteneciente a la carne y a la vieja creación, comenzando con la resurrección del Hijo, una nueva creación reconciliada y en armonía perfecta con Dios y consigo misma, lo cual nos es suministrado primeramente por la virtud del Espíritu Divino que toma lo del Padre y el Hijo y nos lo participa (Jn. 16:15); de manera que en el Espíritu residen todos los valores de la reconciliación perfecta, siendo el mismo Espíritu el amor personal del Padre y el Hijo. De modo que quien tiene al Espíritu tiene al Hijo, y quien tiene al Hijo tiene al Padre, y esta naturaleza divina que es puro amor es un hecho participado a cada renacido en Cristo; por lo cual se nos exhorta, no a producir, sino a guardar con solicitud tal unidad del Espíritu.

De manera que la comunión cristiana está delimitada simplemente por la participación o no con el Espíritu de Cristo. Debemos recibir a quien Cristo ha recibido, sobre la única base de la común participación con el Espíritu de Cristo. Erigir carnalmente otros muros o requisitos es levantar estorbos y defensas contra el propósito divino de reconciliación. Existen enemistades en la carne que se han levantado para demarcar dentro del compañerismo cristiano un laberinto de limitaciones, con exclusiones injustas, y con inclusiones ilegítimas.

Todo esto se ha hecho por no mantenerse en el terreno básico de la unidad del Espíritu. Solamente esta comunión del Espíritu logra reunir en reconciliación a todos los hijos de Dios; por lo tanto, es escrituralmente reprochable cualquier unificación basada en criterios carnales tales como raza, nacionalidad, sexo, liderazgos, clase social, operaciones, dones, ministerios, sectas, etc. La base de la comunión cristiana es únicamente la unidad del Espíritu evidenciada en la común participación de un mismo cuerpo, Espíritu, esperanza, Señor, fe, bautismo y Dios Padre. Toda otra delimitación queda prohibida. No podemos asociarnos en base a la raza fabricando sectarias fraternidades negras, o blancas, o asiáticas, o indígenas, y pretendiendo para ellas la suficiencia de "iglesia". ¡No! sino que todos, indígenas, asiáticos, blancos y negros, etc., judíos y gentiles, todos somos uno si estamos en Cristo Jesús, y somos ya de hecho partícipes de la comunión del Espíritu; por lo cual no debemos separarnos, sino guardar y manifestar la unidad del Espíritu viviendo el Amor Divino de la reconciliación.

Tampoco podemos agrupamos por nacionalidades pretendiendo hacer supuestas "iglesias" macá, o coreanas, o alemanas, o rusas, etc. ¡No! sino que todo lo que heredamos en Adán ha sido crucificado con Cristo, y en Su resurrección ha surgido para nosotros una misma vida por cuyo Espíritu somos todos los que vivimos por ella, uno; sin tener en cuenta la nacionalidad. Los supuestos valores carnales del nacionalismo son infinitamente superados por los auténticos y eternos valores cristianos de la comunión universal de los copartícipes con el Espíritu de Cristo. La vida en el poder del Espíritu supera las rivalidades y orgullos nacionalistas y disipa las enemistades. La comunión en el Espíritu nos obliga, pues, a recibirnos en Cristo plenamente reconciliados.

De igual manera acontece en el ámbito de las diferencias de clase social y sexo. En Cristo no hay varón ni mujer, siervo ni libre, sino que es el mismo Cristo viviendo por el mismo Espíritu y operando en todos, hombres y mujeres, ricos y pobres, cultos e incultos, patrones y empleados, reconciliando por la virtud de la comunión del Espíritu, a todos en la verdad, el amor y la justicia. Asociarse con los humildes es, pues, lo normal para los ricos genuinamente cristianos. Trabajar como para Cristo junto a sus patrones, es lo normal de los proletarios cristianos. Amarse y encontrarse como hermanos, viendo cada uno por los intereses también del otro, es lo normal de los contratos cristianos. Un nivel diferente no es aún verdaderamente cristiano.

Esta inefable alianza cristiana sólo se debe a la comunión del Espíritu, lo cual es un hecho divino provisto ya en Cristo Jesús por el Espíritu; por lo tanto, con solicitud, y vinculados en la paz de Cristo, debemos guardar tal unidad del Espíritu, extrayendo de Su virtud, el vigor de nuestra reconciliación, y la realización consumada de ésta. Es, pues, imprescindible andar en el Espíritu de Cristo para ser beneficiarios experimentados de la unidad del Espíritu.

En la Iglesia, tampoco podemos girar alrededor de líderes o ministerios. No podemos hacer a Cefas el centro y la razón de nuestra comunión; tampoco a Pablo, ni tampoco a Apolo, ni tampoco a nuestra independencia (1 Co. l:11-13; 3:3-8). Los nuestros son todos los de Cristo, y no apenas los de Cefas. Cefas es nuestro y nosotros de Cefas en todo lo que compartimos de Cristo. No más allá del Espíritu de Cristo, ni más acá, no podemos establecer límites de comunión. La comunión se debe solamente a la unidad del Espíritu, y Éste ya mora en los que Cristo ha recibido. Cristo ha recibido a quienes le han recibido a Él. Debemos recibir de Cristo a todos sus miembros, y no hacer diferencia entre ellos por causa de líderes, ministerios, operaciones, dones, funciones y actividades. No podemos, pues, tampoco girar alrededor de misiones, u organizaciones, o denominaciones, o sectas, por más extensas que estas sean; nunca igualarán al Cuerpo de Cristo, y por lo tanto las limitaciones que imponen son inconvenientes. Debemos guardar la unidad del Espíritu dentro de un sólo Cuerpo valorándola más que nuestras afinidades naturales y más que toda asociación que cierre su círculo en base a requisitos ilegítimos de liderazgos, misiones, estatutos, etc. Solamente la completa y perfecta comunión del Espíritu, cuya unidad es ya un hecho que guardar, está en sintonía con los planes del propósito divino; no debemos, pues, enaltecer nuestras divisiones, sectarias y carnales, por encima y en contra de la reconciliación divina de todos sus hijos dentro de un solo cuerpo.

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