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SOBRE ESTA ROCA
A esta altura de nuestro esquema, quepa ya el momento de volver a considerar aquel importante pasaje de Mateo 16:13-20, donde el Señor mismo revela sobre qué Roca iba a edificar su Iglesia.
Tratándose nuestro estudio acerca de "los fundamentos", conviene ahora, después de lo ya expuesto, considerar el importante pasaje de la roca.
En Cesarea de Filipo, Jesús introdujo entre sus discípulos una solemne conversación acerca de Sí mismo; el tema era sobre Su identidad.
Jesús deseaba a propósito que se manifestase el punto hasta el cual los suyos y los hombres habían logrado identificarle. Su identificación, el conocimiento de Él, era el contexto preparado adrede por Jesús, pues estaba a punto de hacer una de las declaraciones más trascendentales para la Iglesia: acerca de la Roca sobre la que Él iba a edificarla.
Entonces Simón bar-Jonás, ante la pregunta de Jesús acerca de quien decían los hombres y ellos que era Él, respondió solemne y acertadamente: "16Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente"; a lo cual Jesús le respondió: "17Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. 18Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella". Las puertas del Hades no prevalecerían, pues, sobre la Iglesia de Cristo fundada sobre la Roca. ¿Cuál Roca?
Cuando Simón bar-Jonás identificó y confesó a Jesús de Nazareth como el Cristo, el Hijo de Dios, el Señor le llamó bienaventurado por esta razón; llamándole ahora a Simón, en arameo, Cefas; es decir, piedra, Pedro, en griego. Simón bar-Jonás fue convertido en Pedro, un hombre común convertido en "piedra", cuando gracias a la revelación divina pudo conocer a Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Esto le hizo bienaventurado. Entonces Jesús añadió: "sobre esta roca edificaré mi iglesia".
El Señor no le dijo a Pedro: "sobre ti edificaré mi Iglesia", sino que dijo: "sobre esta roca". Usó con Pedro la segunda persona, "tú", pero ahora, hablándole a él, usa la tercera: ésta roca, refiriéndose a aquella sobre la que edificaría. No habló, pues, precisamente de Pedro, sino de aquello que acababa de declarar a Pedro, a saber:
"Bienaventurado... porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. ¡Esa es, pues, la Roca! El Hijo del Dios viviente confesado por directa revelación divina; Jesús reconocido espiritualmente como el Cristo, Hijo del Dios viviente. Tal revelación de Cristo confesada, hace bienaventurada piedra viva para ser edificada en Él, a quien la reciba directamente de Dios; pues ¿qué puede prevalecer contra aquello que Dios mismo ha establecido? Dios nos establece revelándonos a Su Hijo para que le confesemos. "No te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos", pues también: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre" (Mt. 3:27), y ninguno puede venir al Hijo para ser salvo y edificado, si el Padre que envió a Cristo, no lo trajese (Jn. 6:44,45, 65). Debe, pues, sernos dado directamente del Padre el conocer a Cristo; conociendo al cual, conocemos al único Dios; conocimiento tal que es la vida eterna (Jn. 17:3). Cristo siéndonos revelado directamente del Padre y confesado con la boca desde el corazón, ¡es la Roca sobre la que el Señor edifica a Su Iglesia! Su Persona (Jesús, Hijo de Dios), Su obra y Su doctrina (la del Cristo) deben sernos enseñadas directamente de Dios para que podamos ser edificados. Sin tal conocimiento espiritual del Señor Jesucristo es imposible el nuevo nacimiento, el crecimiento y la madurez cristianos. Tan sólo participando de tan bienaventurada revelación divina somos asentados sobre la realidad del Reino de los cielos.
Todo lo que no plantó el Padre celestial será desarraigado (Mt. 15:13), pero "arraigados y sobreedificados'' en Jesucristo, andaremos y seremos confirmados en Él (Col. 2:7). En Cristo somos, pues, sobreedificados. A éstos, el mismo apóstol Pedro también llama "piedras vivas" de la casa espiritual de Dios (1 Pe. 2:4,5). Somos hechos "piedras vivas" para ser sobreedificados en Cristo, de la misma manera como fue hecho "piedra" Simón bar-Jonás: concediéndosenos confesar al Hijo revelado. Nadie puede llamar a Jesús "Señor" sino por el Espíritu Santo, mas quien creyendo lo confiese invocándole, será salvo (1 Co.12:3; Ro. 10:9).
Tal revelación del Hijo que Pedro confesó, le abrió las puertas del Reino de los cielos; por eso Jesús le dijo: "19Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que atares sobre la tierra habrá sido atado en el cielo; y lo que desatares en la tierra habrá sido desatado en los cielos”. En el texto griego, el enfático y exclusivista “y a ti daré las llaves...", no aparece; sino que simplemente dice: "doso soi" [δώσω σοι] (dare-te), o sea, apenas: "te daré las llaves". Tampoco en el texto griego aparece el futuro perfecto "será atado" o “será desatado" en los cielos, sino que dice: "estai dedeménon" [εσται δεδεμένον] (habrá sido atado), lo mismo que dice: "estai leleménon" [εσται λελυμένον] (habrá sido desatado); es decir, que el cielo habrá atado o desatado aquello que revele para hacerse así en la tierra. Esta aseveración a Pedro por parte de Jesús, fue también hecha a la Iglesia por el Señor según Mateo 18:18; no es, pues, exclusiva de Pedro. La iglesia local debe, pues, operar según le haya sido revelado del cielo, atando y desatando en la tierra lo que ya "estai dedeménon" (habrá sido atado), o lo que "estai leleménon" (habrá sido desatado) en el cielo. Vemos, pues, así a la iglesia, y a cada miembro suyo en particular, operando bajo la directa gobernación de la cabeza celestial. Por eso es tan imprescindible la bendita y bienaventurada revelación del Hijo. Dios habla en los postreros días por el Hijo (He. l:1,2). Las riendas de la Iglesia siguen, pues, tan sólo en las manos de Aquel que está sentado a la diestra del Padre esperando que todos sus enemigos le sean puestos por estrado de sus pies. La autoridad radica, pues, en la revelación divina por parte del Padre de la cabeza única del cuerpo, Cristo Jesús. Cristo reina en el reino de la verdad, sin la violencia de la espada, como enseñó a Pilato (Jn. 18:36,37), y los que son de la verdad oyen Su voz (1 Jn. 4:6). "A él oíd" ordenó el Padre (Mt. 17:5). La espada la tiene el Estado para los transgresores, y estará en la boca de Cristo en su segunda venida.
Desde la gloria el Señor mismo constituye apóstoles, profetas, evangelistas, pastores y maestros, revelándose a ellos para que puedan ministrarle espiritualmente al pueblo como ministros competentes del pacto del Espíritu (Ef. 4:10-16; 2 Co. 3:2-12; 3:17,18; 4:1-6).
El diablo entretanto ha sembrado la cizaña, la cual junto con el trigo
debe crecer hasta el día de la siega (Mt. 13:24-30, 36-43). No obstante, toda planta no plantada por el Padre será desarraigada en su hora; mientras tanto se nos enseña a hacer el reconocimiento por los frutos (Mt. 7:15-20); conocimiento según el Espíritu (2 Co. 5:16).
El que no haya nacido, pues, del agua y del Espíritu, regenerado por un nuevo nacimiento, no podrá ver el Reino de Dios ni entrar a él (Jn. 3:3,5), pues el hombre natural no percibe las cosas del Espíritu de Dios que no puede entender, pues es preciso discernirlas espiritualmente (1 Co. 2:10-16). El nuevo nacimiento acontece cuando recibimos al Hijo y confesamos la revelación del Hijo identificándonos con Él, que ha de formarse en nosotros de gloria en gloria hasta el pleno conocimiento de Dios en la estatura de Cristo.
Tan sólo el Espíritu vivifica (Jn. 6:63), y el fortalecimiento espiritual del hombre nuevo interior que es el único que rinde frutos eficaces para Dios, deber ser la prioridad, y es lo verdaderamente valioso.
Todo lo demás, lo que haya nacido de la carne y que haya sido operado en virtudes meramente naturales, es reprobado, ya que no soporta la prueba del fuego, y por lo tanto no puede formar parte del edificio o casa espiritual de Dios (Jn. 3:6; 1 Co. 3:11-15; 15:50; Ef. 2:18-22; 1 Pe. 2:5). La Iglesia es columna de una verdad que es realidad espiritual evidente por sus frutos, lo cual tan sólo brota de la suministración del Espíritu por la revelación divina del Hijo. Sobre esta Roca edifica, pues, Cristo a Su Iglesia, de manera que las puertas del Hades son neutralizadas y derrotadas por la virtud del Cristo resucitado que vive en cada miembro de Su cuerpo místico iluminándolo y fortaleciéndolo.
El verdadero magisterio es, pues, tan sólo aquel que ministra de, en y por el Espíritu Santo y para la gloria de Dios, pues la competencia del ministerio consiste en la ministración eficaz de vida por el Espíritu (2 Co. 3), lo cual es, pues, lo único que, como decíamos, rinde evidentes frutos eficaces para Dios, reconciliándole efectivamente todas las cosas, en la realidad, y no meramente en huecas apariencias. Se nos exhorta, pues, a guardarnos de los lobos vestidos de ovejas, personas que apenas tienen apariencia de piedad, pero cuya eficacia les es extraña, pues que en su interior apenas hay rapacidad. Esta rapacidad se manifiesta en el negocio de la religión organizada carnalmente, que se ornamenta exteriormente y se autoexalta con títulos altisonantes, como pretexto para su avaricia y vanagloria. Se nos exhorta, pues, a seguir la fe, la paz, la santidad, la justicia y el amor, con los de corazón limpio que invocan al Señor, conocidos por sus frutos (Mt. 7:15-20; 23:1-36; 2 Ti. 3:1-9; 2:22).
"Conoce el Señor a los que son suyos; y: apártese de iniquidad todo aquel que invoca el nombre de Cristo" (2 Ti. 2:19); he allí el sello que auténtica el firme fundamento de Dios; para esto, verdaderamente "nihil obstat".
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