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PASCUA: CRISTO CRUCIFICADO
Pascua, Azimos y Primicias eran tres fiestas que estaban juntas en una, así como la muerte de Cristo por nosotros y Su resurrección para nosotros y la gloria del Padre, constituyen el centro del evangelio y de la historia humana. Por esa razón, en las prioridades del evangelio, escribía Pablo a los corintios:
"1Además os declaro, hermanos, el evangelio que os he predicado, el cual también recibisteis, en el cual también perseveráis; 2por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos si no creísteis en vano. 3Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; 4y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; 5y que apareció a Cefas, y después a los doce. 6Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. 7Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; 8y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mí" (1 Co. 15:1-8).
En esto vemos, pues, la importante declaración apostólica de lo que constituye primeramente el Evangelio, reteniendo el cual podemos ser salvos.
La muerte y la resurrección de Cristo constituyen, pues, el núcleo del evangelio y el centro de la historia. La fiesta de la pascua tiene el propósito precisamente de resaltar ese primer aspecto de la obra de Cristo: Su muerte, por cuya sangre aseguramos el perdón de los pecados, interés de Dios para que podamos acercanos sin impedimento a Él. La sangre del Cordero en el póstigo de la casa del pueblo del Señor, era señal para Dios quien hacía que el juicio no cayera sobre la familia, de manera que estuvieran preparados para la liberación de la esclavitud, rumbo al reposo provisto por Dios. El apóstol Pablo sostiene que "nuestra Pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros" (1 Co. 5:7). De manera que aquella solemne fiesta israelita que recordaba la liberación de Egipto bajo la sangre del cordero, era una sombra que señalaba a la realidad del Cordero perfecto, la verdadera pascua, el Cristo sacrificado por nosotros.
Así que la primera prioridad en el evangelio, en la obra del Señor, es valorar el significado y el ¡gran precio de la sangre de Cristo! Sangre preciosa del Verbo encarnado que habla por sí misma de la muerte del Cordero inocente de Dios como nuestro sustituto por nuestros pecados. He allí lo primero que debemos comprender, valorar, señalar y anunciar. Sin la sangre de Cristo no hay salvación para el hombre ni reconciliación con Dios. Sin aquella preciosa sangre todo está perdido; ella es el precio necesario de salvación. Por esa causa, el Señor Jesucristo estableció el memorial de Su muerte por nosotros en el partimiento del pan y la bendición de la copa del Nuevo Pacto:
"Cuantas veces hiciereis esto, la muerte del Señor anunciáis hata que él venga'' (1 Co. 11:26).
Él estaba interesado en que nunca desapareciera de nuestra memoria el hecho de Su muerte por nosotros. Sólo por medio de ella participamos con Dios. Nuestra vida depende de participar con Él, de apropiarnos el beneficio de Su sacrificio que nos libra del juicio y del pecado, del mundo y de la carne, del diablo, principados y potestades, de la misma muerte, es decir, de la muerte segunda o definitiva.
El pan que partimos es la comunión del cuerpo de Cristo, y la copa de bendición que bendecimos es la comunión de Su sangre (1 Co. 10:16).
Comiendo Su carne y bebiendo Su sangre, palabras que en Él son Espíritu y vida, tenemos vida eterna y nos preparamos para la resurrección del día postrero (Jn. 6:48-63).
Consideremos, pues, a Su Persona y a Su obra comenzando por el valor de Su sangre.
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