LA HISTORICIDAD DE CRISTO

   
 


 

 

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IV

 

LA HISTORICIDAD DE CRISTO

 

 

 

 

A pesar de lo que hemos dicho acerca de la «espiritualidad» del verdadero conocimiento de Cristo, no estamos restringiendo su realidad al testimonio del Espíritu, que no es meramente subjetivo, sino que es dado al sujeto objetivamente en su espíritu personal, órgano de percepción apropiado a la dimensión del mundo espiritual invisible, pero real. No restringimos la realidad del conocimiento de Cristo al campo meramente espiritual; y no necesitamos hacerlo en relación a su realidad histórica, porque Jesús de Nazaret, el Cristo, es el personaje histórico más sobresa­liente que ha pisado nuestro planeta, y cuya huella es la más profunda de las que se han impreso en la historia. El testimonio «terrenal» es también en su caso sin paralelo y más abundante y más seguro y más probado que el de otros personajes abiertamente recordados, recibidos y seguidos en el mundo y por el mundo. La huella imborrable de Cristo en la historia es un peso inexorable que se asienta sobre la humanidad para salvarla para siempre o condenarla justamente.


No podemos eludir el hecho de que con Él, toda la estructura humana, desde lo más íntimo, haya esa satisfacción plena excepto en la complicidad con el pecado, como es bien testificado por millones. Sin Él, la estructura humana gime, clama y reclama buscando una respuesta total sin la cual se atormenta en una desubicación absurda que no hace más que confirmar el diseño del hombre acondicionado para Dios; y para el Dios único y verdadero revelado exclusivamente en Cristo Jesús. Era necesario Cristo al hombre; necesaria Su persona, Sus obras, Sus palabras. En Él y en ellas se ubica el hombre para siempre y realiza su identidad a plenitud.

A diferencia de los mitos, Jesucristo es absolutamente histórico, absolutamente objetivo, el cual coloca al sujeto en perfecta sintonía con la realidad total, incluyendo aquella del más allá; para muchos desconocida, más sin embargo existente y poderosamente influyen­te. Jesucristo es, pues, el eje de la historia y del hombre; del hombre‑humanidad y del hombre‑personal. Es el deseado y el buscado de los antiguos, el necesitado de los mitos, el esperado de los anhelos, el cuerpo de las sombras amadas como sustitutos del que era necesario que viniera. Sí, porque hay elementos en los mitos que son sombras; y el reclamo humano se abrazaba a ellas para que le sustituyesen a Aquel que había de venir, el Deseado de las gentes; así como la casadera se abraza a la almohada en ensueños y en espera de que algún día lo que la almohada representa se convierta en realidad. ¡Pero qué alegría! ¡Qué júbilo! ¡El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros ¡Y Su nombre es Jesús el Cristo, el Hijo del Dios Altísimo y el mismo Hijo del hombre, el que bajó del cielo y fue visto y oído, palpado. Y la gloria del Dios invisible penetra en la historia del hombre, y desde más allá del mundo metafísico, del cual apenas los filósofos hilvanaban imágenes abstractas, ideas y conceptos, descendió el Verbo, se encarnó y visitó los valles del Jordán, la Galilea, la Samaria, la Judea, la Jerusalén, cual Hombre verdadero, mas mostrando a través de perfecta y real humanidad el carácter de la Hípóstasis Divina.[1]


Su historia ha sido conservada, pues, hasta nosotros envuelta y preservada cual tesoro inigualable, en la sangre de los mártires. Sus discípulos del círculo íntimo nos hablaron y escribieron de Él, Su obra y Su doctrina; Juan, Pedro, Santiago, Mateo, Judas; y junto con ellos Pablo, Lucas, Marcos. He allí el testimonio de los que estuvieron cerca, y tan cerca que podemos tocarlo junto con ellos. También la tradición nos quiere conservar el Aroma fragante de Su influencia primitiva siempre revitalizada hasta hoy; recuerdos que afectaban el modo de vida de comunidades enteras dando fuerza al cristianismo, milagro histórico, fruto que tan sólo puede serlo del Cristo verdadero.

También la historia temprana nos da abundante testimonio. Además de Lucas, excelente historiador sagrado, reivindicado por la arqueología en W. Ramsay contra la escuela de Tubingia y afines, tenemos los documentos de propios y de extraños dando razón del testimonio poseído por los cristianos en sus días más tempranos; la Didaké, Bernabé, Clemente, Policarpo, Ignacio, Papías, Hermas, Ireneo, etc., hasta Eusebio historiador, además del cúmulo de la documentación patrística. Esto a vuelo de pájaro entre los propios, pero también la historicidad de Cristo y Su fruto milagroso, el cristianismo primitivo, nos es mencionado por extraños y no adeptos que nos refieren hechos ciertos e indubita­bles. Actas, historiadores, estadistas, filósofos, enemigos declarados, poetas satíricos y retóricos, griegos, judíos y latinos, de entre los cuales citaremos a algunos. Todos estos atestiguan de aquella realidad que afectó los siglos contándolos de nuevo a partir de allí.

Empecemos mencionando el documento hebraico "Tratado del sinedrio", y junto a él las jurídicas actas de Pilato. Entre los famosos historiadores hagamos mención de Josefo entre los judíos, Talo entre los samaritanos, y Tácito, Suetonio y Arriano entre los gentiles. El primero, Flavio Josefo, en su obra "Antigüedades de los judíos", hace una cita tan formidable, que se ha intentado sin éxito impugnarla como espúrea; pero es una cita tan antigua y tan citada por los antiguos, que se ha ganado el respeto. Algunos, inclusive, por el tono de la cita incluyendo las apariciones de la resurrección y la identidad de Jesús como Cristo en labios del mismo Josefo, lo han clasificado a éste como ebionita; sin embargo, el resto de su obra no da pie para tal conjetura. La versión árabe de la cita, aunque más atenuada, es completa.


Talo hace mención del eclipse, según él, que acontecería el día de la crucifixión. Tácito en sus "Anales" y Suetonio en su obra sobre los doce césares y específicamente en la sección de Claudio, aluden a Cristo y a la persecución contra los cristianos y su testimonio, y a la expulsión de los judíos de Roma por disturbios a causa de Cresto, Cristo. Aquila y Priscila, cristianos prominentes, estuvieron entre los expulsados. Tácito es del año 54, y Suetonio de fines del primer siglo. El historiador que también hace mención y que es a la vez filósofo, el griego Arriano, data del año 96.

Entre los estadistas que también hacen referencias, podemos mencionar a Séneca, quien fue preceptor de Nerón y además filósofo; vivió entre 4 a.C. y 65 d.C.; Plinio el joven, gobernador de Bitinia, hace referencia en su informe al emperador Trajano, y Trajano mismo también en su carta respondiendo a Plinio el joven. En tiempos de Adriano (117‑138), el sobrino de Trajano escribe también al procónsul de Asia. En tales documentos de estadistas están, pues, incrustadas tales referencias históricas. Habíamos ya mencionado las actas de Pilato.

Entre los filósofos, sofistas y retóricos griegos haremos mención de Numenio, Dio Crisóstomo y Luciano. Numenio fue un filósofo griego de mediados del siglo segundo, el cual buscaba la interpreta­ción escondida de citas que hacía de la historia de Jesucristo; Orígenes lo menciona. Dio Crisóstomo, que se refirió a nuestro tema, fue un sofista griego que vivió entre 40 y 115 d.C. Luciano fue un retórico y satírico griego del siglo segundo, a fines del reinado de Trajano, quien escribiendo concerniente a la muerte del cínico Peregrino Proteo, en su carta a Cronio, dice de los cristianos que hablaban de Cristo como un dios y lo tomaban por legislador y lo honraban con el título de maestro, y que adoraban a ese hombre que fue crucificado en Palestina y que introdujo en el mundo esa nueva religión; que el primer legislador de los cristianos les había persuadido de que todos ellos eran hermanos unos de otros, a pesar de haber Él transgredido sus leyes al negar la existencia de los dioses griegos, a quienes Luciano pretendía hacer hermanos del dios Cristo. Los cristianos ahora, según él, adoraban a Aquel sofista crucificado viviendo bajo sus leyes. Muy diciente también la referencia histórica de Luciano.


Entre los latinos citaremos también 2 o 3 testimoniantes: Tertuliano, escritor jurista, que testifica con las actas de Pilato. Lucano, poeta latino, y Juvenal, satírico notable de la época (60‑140 d.C.) que en sus divulgadas "Sátiras" contra el César hace referencia de Cristo y de los cristianos, confirmando él también su realidad histórica. Aludía a la persecución. A mediados del segundo siglo vivió Flegón, quien hizo mención del cumplimiento de profe­cías relacionadas a Cristo.

Un enemigo declarado fue Celso, de fines del siglo segundo, quien escribió un libro contra los cristianos, haciéndose sin quererlo eco del testimonio histórico sostenido por ellos. Orígenes lo refutó en su obra "Contra Celso". Otro enemigo declarado fue el filósofo Frontón de Cirta de Numidia, profesor de Marco Aurelio y autor del "Discurso". Marco Aurelio mismo en sus "Meditaciones" refiérese al hecho cristiano. La carta de Mara bar‑Serapio es también testigo histórico extrabíblíco, amigable. No incluimos en la misma categoría histórica a la carta de Publius Lentulus que supuestamente se hacía leer Calígula con la descripción de Cristo. El Talmud también es eco de la historia, y si bien ataca el mesianazgo de Jesucristo, confirma su historicidad.

El Señor Jesucristo está, pues, ubicado en el centro de la historia en un puesto que nadie le puede quitar. Y cerrar los ojos frente a tal hecho es negar, como se ha dicho, que exista tal cosa como historia. Ahora bien, su biografía la encontramos en sus detalles esenciales principalmente en los escritos inspirados de sus discípu­los, el testimonio del Nuevo Testamento. También del Nuevo Testamento apócrifo se podría extraer con cierto discernimiento un núcleo auténticamente histórico.

¡He allí al Hombre! ¡Sus obras, Sus palabras, Su muerte y Su resurrección, Su Nombre, Su Espíritu y poder, Sus reclamos! El cristiano auténtico, la Iglesia universal que es Su Cuerpo místico, existe para confrontar a la humanidad con tales hechos, con tal personaje histórico resucitado y vivo hoy, actuante evidentemente en millares de vidas transformadas, liberadas, sublimadas y convertidas, muchas hasta la abnegación del martirio; y una clase de martirio que no son bajas de guerra ni de guerrilla, sino ofrendas de amor que perdonan, holocaustos inexplicables para los persegui­dores.


La gran noticia, pues, la buena nueva, el evangelio, es que el Dios de la gloria, el Dios invisible, Aquel que mora en los cielos, más allá y más acá de las regiones metafísicas de que hablaría el filósofo, ha descendido a la historia del hombre, por Su Verbo, haciéndose semejante a los hombres, y revelándose, declarándose; y Su gloria fue vista con ojos humanos y palpada por manos de hombre; sí, por testigos de entre los hombres que presenciaron el cumplimiento profético de las predicciones antiguas acerca del Mesías, muerto por nuestros pecados conforme a las Escrituras y resucitado al tercer día también conforme a ellas. Apareció a testigos[2] y les comisionó, y éstos llevaron la comisión de su testimonio fiel hasta el martirio, que sólo podía ser soportado en el sustento de la certeza de la verdad.

"Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad" (Jn. 1:14).

"1Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida 2(porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó); 3lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo. 4Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido" (1 Jn. 1:1‑4).

"Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice la verdad, para que vosotros también creáis" (Jn. 19:35).


"16Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. 17Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. 18Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo" (2 Pe. 1:16‑18).

"39Y nosotros somos testigos de todas las cosas que Jesús hizo en Judea y en Jerusalén; a quien mataron colgándole en un madero. 40A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; 41no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano; a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos" (Hch. 10:39‑41).

"...5y... apareció a Cefas, y después a los doce. 6Después apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales muchos viven aún, y otros ya duermen. 7Después apareció a Jacobo; después a todos los apóstoles; 8y al último de todos, como a un abortivo, me apareció a mi" (1 Co. 15:5‑8).

"1Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, 2tal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra, 3me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo, 4para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido" (Lucas 1:1‑4).

"1Por tanto, es necesario que con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos. 2Porque si la palabra dicha por medio de los ángeles fue firme, y toda transgre­sión y desobediencia recibió justa retribución, 3¿cómo escaparemos nosotros, si descuidamos una salvación tan grande? la cual, habiéndose anunciado primeramente por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron, 4testificando Dios juntamente con ellos, con señales y prodigios y diversos milagros y repartimientos del Espíritu Santo según su voluntad" (He. 2:1‑4).



[1]Cfr. Hebreos 1:3, griego.

[2]Cfr. 1 Corintios 15:3-5

 
 

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